25.6.09

Tras matar un mosquito invierto los papeles.

Ahora soy yo el minúsculo insecto posado en el suelo.
El hombre pisa con su enorme pie a mi lado y por poco me aplasta su dedo gordo, que es mayor que un edificio de cinco plantas. El pie al completo es tan largo como un campo de fútbol.
Por mucho que me concentre en ampliar mi agudeza visual, no me da, no llega, no alcanza para verle la cara al hombre.

En un segundo se me viene encima un enorme torpedo con uña y me aniquila, sólo hay tiempo para un zumbido presuroso, un infructuoso intento de echar a volar, efímero aleteo que me desplaza medio centímetro, medio mundo para mí, insignificante distancia para el índice del hombre.

Y revienta entonces mi estómago, aflorando la gota de sangre que alberga.

Se limpia el hombre su dedo en la tela del pantalón y la sangre que era mi sustento le graba una minúscula marca que no saldrá jamás.

Quizá la vea algún día pero no reparará en cómo llegó hasta ahí, no resurgiré ni por asomo en su memoria, y ése es el consuelo que me queda.

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