5.9.09

Llegó a acostumbrarse el aire a acudir a ese lugar,
enrareciéndose a cada ocasión en que entraba por sus rendijas,
tornándose espeso y caliente,
casi irrespirable,
adquiriendo un grisáceo tono como de neblina.


Cuantas más veces recorría las esquinas de aquella estancia,
los recovecos y huecos de las paredes,
las geométricas distancias de las telas de araña,
se iba convirtiendo el aire en la decrepitud misma,
como viajando en el tiempo a modo de barco,
transportando esencias de años pasados.


El hombre que osaba respirarlo
descansaba plácidamente en una antigua mecedora de madera,
inspiraba y expiraba al compás del balanceo,
enamorándose,
un poco más a cada segundo,
de la oscuridad que lo envolvía.


Se alimentaba de recuerdos
y de los pedazos de cal de las paredes que iban a parar al suelo.
Los masticaba concienzudamente hasta convertirlos en polvo,
expulsándolos luego por las fosas nasales
como hacía antaño con el humo del tabaco.


Como no vivía ya,
como la muerte lo mimaba en lugar de amenazarle,
fue enraizándose sutilmente en su asiento de madera.
Su piel adquirió un verdoso matiz
y su pútrido olor de hombre decrépito comenzó a atraer a las hormigas,
como si del de un viejo árbol carcomido se tratara.

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